Opinión: David Rodríguez.
Durante años ha sido un tópico común de disertación, tanto en la formalidad del ambiente académico como en la sosegada tranquilidad de una sobremesa, la crítica sobre el estamento burocrático cuyo único propósito parecer ser el de convertir en un suplicio cada aspecto de la vida cotidiana.
Pese a que continuamente usamos el término, debemos aclarar que podemos distinguir al menos dos categorías en lo que a primera vista parece un todo indivisible y monolítico; por un lado distinguimos a los funcionarios, que son aquellos que se esfuerzan por brindar servicios de forma continua y relativamente eficiente, sin que medie en su accionar ningún motivo distinto que el de prestar ese servicio. Tenemos también al burócrata, que es aquel funcionario que investido de autoridad en la administración, tiene la autonomía y las atribuciones suficientes como para convertir los trámites triviales en un laberinto de requisitos inextinguibles.
Visto lo anterior, cuanto más arriba en el organigrama de la institución se sitúe un funcionario, más posibilidades existen de que éste evolucione hasta convertirse en un burócrata, es decir, en un súper funcionario.
El poder de la burocracia ejercido por los súper funcionarios es un estamento rígido y reacio a cualquier cambio, cimentado en la excesiva actividad regulatoria de las instituciones del estado y catalizado por ésta.
Resulta paradójico que cuanto más esfuerzo se pone en regular una actividad pensando en el beneficio colectivo y la eficiencia, más compleja se vuelva su tramitación y por ende se expande más el dominio de la rutina burocrática. En esa inteligencia la actividad regulatoria, vista como un fetiche para las instituciones del Estado, extiende el señorío de la burocracia y con él sus facultades y potestades, restringiendo cada vez más la libertad de hacer y emprender de todos, en vez de dedicarse a servir a los ciudadanos, dando origen a lo que podemos denominar hiperburocratización.
La burocracia estatal principalmente, en ese tenor, no está en función de facilitar las cosas transparentándolas y haciéndolas eficientes para los usuarios sino que termina produciendo duplicidad de esfuerzos y, en muchos casos, ineficiencia administrativa.
El papel del súper funcionario siempre será velar porque ese cuerpo de regulaciones normativas se cumpla (pues en ella reside su poder), deleitándose en las contradicciones, duplicidades y en detalles nimios que éste contenga, para gozo de la burocracia y martirio del usuario.
De esta manera, los súper funcionarios tienden a refugiarse en el protocolo, incluso en el ritualismo, con una observancia indiscutida de los procedimientos formalizados, lo que supone que las regulaciones, se transformen en fines en sí mismas.
La organización burocrática devenida en “hiperburocratización” es un problema de larga data, referido y señalado durante siglos en diferentes regiones del mundo y que no deja de expandirse. Su resiliencia puede ser entendida citando a Max Weber: “lo que explica el progreso de la organización burocrática ha sido siempre su superioridad técnica sobre cualquier otra organización”.